Para la Lil’ Sis’

Tenía algo extraño en los ojos. Y estaba terriblemente preocupada. ¿Se estaría quedando ciega? ¿Podría volver a ver como la gente normal? Fue al óptico para explicarle esa atípica patología que afectaba a su vista. El óptico le hizo todos los estudios pertinentes: el del globo aeroestático, el de las letras, le dilató las pupilas. Diagnóstico: usted no tiene falta de vista, no necesita gafas. Así que la chica pidió cita con el oftalmólogo, para que pudieran realizarle estudios más profundos. Un mes de pruebas sin sentido volvía a estar en el punto de partida. Nadie sabía qué le pasaba en los ojos. La chica había perdido toda esperanza, estaba empezando a pensar que no se trataba de un problema de visión, sino de su cerebro. Puede que se estuviera volviendo loca. Un hombre que paseaba cerca vio la tristeza que la envolvía y se sentó a su lado.

– ¿Qué te ocurre, pequeña?

– Me pasa algo en los ojos, no puedo ver como el resto de las personas.

– ¿Y por qué dices eso? ¿Cómo ves?

– Pues tengo unas lineas que cortan mi vision de forma rectangular, en el centro hay un círculo. Cuando miro edificios antiguos, de repente lo veo todo en sepia y a veces, cuando me fijo en los rostros de las personas, el color desaparece. Es como ver una película de cine clásico, todo en blanco y negro. Temo estar loca.

– No lo estás, o sí. Pero eso no es malo. Las personas como nosotros vemos las cosas de manera distinta y muchas veces el resto de la gente no nos entiende.

– ¿A ti también te pasa lo mismo?

– Por supuesto, cariño. Somos fotógrafos.

Los adoquines eran todos irregulares. Todos. Sin excepción. Crecía algo de hierba o musgo, en definitiva algo verde entre las juntas desgastadas por los infinitos paseantes que me precedieron. Caminar sobre adoquines no es agradable pero como buenos recuerdos que son, es una sensación agridulce. Las paredes encaladas resultaron ásperas al tacto cuando deslicé mis dedos. Y más tarde, en otro muro que había más abajo, seguía siendo áspero. Miraba las tenues farolas en lo alto ser pista de baile para las sombras. La música estaba compuesta por los ecos lejanos de las voces, los taxis y las guaguas, de los entes nocturnos que pasaban no muy lejos de mi. Deambulaba errante, desnortada y ausente por las calles de Vegueta. Estando sin estar. Viviendo sin vivir. No tenía prisa por llegar a casa y tampoco quería apurar al amanecer; me tomo el trabajo muy en serio. Ser paseante es una labor solitaria.

Las luces se apagaron. Se apagaron y dejaron todo en manos de las estrellas. Sentí que no habría fantasmas ni monstruos al finalizar la larga curva de la carretera. Como un pálpito, una certeza absoluta aunque carente de argumentos contrastados, de fuentes bien citadas. Lo sabía. En el lado oscuro de la Luna solo hay quietud y silencio. El tiempo transcurre con paciencia, sin prisas. El paisaje apenas se recorta contra el cielo. Las flores no están vivas. Las carreteras son todas sinuosas y convergen nuevamente al principio. No hay luces, ni fantasmas, ni monstruos. No hay nadie salvo yo.

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