Minientrada

¿Resulta raro ver una parada de guagua vacía?

Un lugar donde la gente llega, para, corre, espera, sube. Y pasa una guagua tras otra, y algún servicio de refuerzo que hoy hay fiesta y toda la gente está en las calles.

Todavía pasa otra guagua y la gente sube, baja, se aprieta. Todos tienen que caber porque siempre hay hueco para una persona más. Ahoga.

Y luego, llega la noche y ves a una única chica, sola. Que espera. Y no hay tristeza, ni llanto. Tampoco se vislumbra la alegría en un semblante que juraría que he visto antes.

Sigo mi camino y paso a su lado.

Entonces me descubro y no lloro pero derramo esta pesada derrota que me empapa los pies.

Profundo

Profundo.

Me clavo, inserto, penetro.

Hondo; cada vez más hondo.

La cabeza me da una vuelta, dos vueltas, otra vuelta, una vuelta más.

Estoy profundo. Tan, tan profundo.

Alzo los brazos y los bajo

y aprisiono tu cuello

y…

-Deje respirar el vino, al menos 10 minutos, así se oxigena y podrá percibir mejor los aromas.

Música para personas concretas

Mucha gente advierte sobre lo nefasto que resulta ligar tus canciones favoritas a personas concretas; y esto se debe a que puedes llegar a cogerles manía, odio, repulsión o, simplemente, deshacerte en lágrimas ante el recuerdo por las personas perdidas. La música nunca debería tornarse en castigo por las personas concretas. O por lo que es lo mismo: por los amores rotos.

Recuerdo que la primera vez que te invité a mi piso, te asombró la cantidad de vinilos que tenía repartidos por todo el lugar. “Trabajé mucho tiempo en una tienda de música, hasta que su dueño se endeudó y acabamos cerrando”, te dije. Tus ojos brillaban un poco tristes por mí, porque perder el trabajo de tus sueños se parece, precisamente, a perder la propia capacidad de soñar. Me pareciste tan deliciosa como adorable; con tus gafas y tu cabello rizado desordenado. Me enamoraste con todas las conversaciones que mantuvimos con The National sonando de fondo. Los debates acalorados tratando de convencerme de que Morrisey podía llegar a gustarme. Los silencios reflexivos templados por Joy Division. Todas las veces que llegamos al orgasmo con Cigarretes After Sex entre los dedos.

Me dijiste que podrías pasarte la vida hablando de música y de libros conmigo, con café por las mañanas y vino por las noches. Nunca te dediqué canciones concretas mientras fuiste mi amor concreto; pero el resultado fue el mismo. Una noche, mis vinilos acabaron como yo.

Rotos.

Un caramelo muy dulce

En su biblioteca del palacete urbano donde había terminado por residir, después de todo, se encontraba recostada, tensa, en el diván. Toda luz apagada, cenizas muertas en la chimenea y claridad proveniente de la calle. La rodeaba un silencio aderezado de cacofonías propias de un caserón antiguo. Y no lo soportaba. No se trataba del ruido, ni mucho menos. Eso siempre era de agradecer: el espejismo de que alguien o algo más compartían espacio con ella. No podía soportar vivir en un espacio tan amplio. Porque al final, estaba sola. Un pequeño armario se le antojaba una morada perfecta; o un zulo o una caja de zapatos. Se levantó con ímpetu y hastío en la cadencia de sus pasos.

Ya no quería estar sentada.

Salió de la habitación y avanzó hacia el sótano. A mitad de camino, un reflejo en el cursísimo espejo, con filigranas y repujados, la detuvo con contundencia sutil. Más arrugas, más edad. Su rostro antaño dulce, de mirada hogareña había dado paso a unas facciones duras, cinceladas con pedernal de dolor y mazo de pérdida; duras y expresión agriamente severa. No, no era la misma. Tampoco pretendía volver a serlo.

No después de todo lo que sucedió.

Así que, dado que no podía hacer otra cosa y el sueño acudía a ella de forma caprichosa, trabajaría unas horas más. Su cansancio no se debía a las largas jornadas que pasaba en el sótano; se debía a la difícil labor de vivir. Más bien, de seguir viviendo cuando ya no tienes nada querer.

Al llegar a la puerta, se detuvo muy cerca y respiro hondo. Del interior de su vestido, colgada del cuello, sacó la llave. Tomó la cadena que la pendía y la pasó por encima de su cabeza. Entonces abrió y volvió a ponerla en su lugar, cerca de su cuerpo, donde difícilmente podrían robársela sin ir de frente con sus intenciones. También era un viejo hábito, que hablaba del celo y el mimo con que realizaba su trabajo. Meticulosa, ordenada, precisa. Una trabajadora de proceder impecable. Eso, nunca cambiaría.

Encendió las luces de la estancia y un modernísimo laboratorio fue revelado. Contrastaba asépticamente con el resto del caserón, edificado hacía un par de siglos y aún con decoración rancia y sobrecargada, propia de décadas atrás. Del armario cercano a la puerta, tomó su bata blanca, unas gafas protectoras transparentes y un par de guantes nuevos.

Preparada para elaborar una nueva remesa de pastillas.

Un nuevo día. Hoy probaría suerte en aquel nuevo antro, cuando llegara la hora adecuada. Durante la noche. El negocio iba bien, mejor de lo que había previsto, y tenía sus centros de distribución bien atados pero… había que buscar una salida para el exceso de producción de su nueva droga debido a sus múltiples noches de insomnio. Pero eso era un cuestión para solucionar otra noche.

 

Lost Boys. Era el nombre que titilaba encima de una puerta llena de carteles desvaídos. La fachada del edificio sin duda conoció días mejores. Por fuera, había en su mayoría jovenzuelos bebiendo de litronas de cerveza, fumando algo más que tabaco. En la parte con menos iluminación, otros tantos magreándose sin pudor. Trató de controlar su expresión; que le resultara indecoroso todo este comportamiento, no era motivo para buscar problemas en un terreno en el que no tenía ventajas y mucho menos, capacidad física para enfrentar a esos chicos drogados y borrachos. Nunca se puede saber el grado de violencia que pueden mostrar en ese estado alterado de conciencia.

Entró sin más preámbulos al bar.

Se sentó en el lugar más oscuro de la barra. Pese a que su identidad no era exactamente un secreto, su actividad sí; era cierto que prefería mantener un perfil bajo y que no la ubicaran en determinados lugares. No sería bueno para el negocio volver a aparecer en los periódicos, una vez que se había teñido el pelo, cambiado la forma de recogerlo y actualizado un poco su vestuario para cambiar su imagen.

Esperó a que el camarero le atendiese mientras se dedicaba a observar a los clientes del bar. Sí, la mayoría de ellos no llegarían a los 20 años. Cualquiera de ellos podrían ser sus niños. Cualquiera de los cuerpos que se movían poseídos por la música, liberados de sus ataduras, suspendidos de toda responsabilidad al menos hasta que despierten de la resaca, si es que despiertan…  

⎯¿Qué le pongo?⎯ dijo el camarero con rudeza, como si su mera presencia en el bar fuera una ofensa imperdonable. La de ella. Francamente lo encontraba ridículo pero debía conseguir cerrar un trato hoy; y un encuentro desafortunado con el dueño del local no resultaría contraproducente para sus fines.

⎯Whisky… en las rocas. De momento.

El camarero la miró de arriba abajo, claramente sospechaba de ella. Se giró para tomar un vaso de una torre del mostrador cercano. De debajo de la barra tomó una botella y sirvió su trago.

⎯Cuando sea ‘otro momento’, avíseme.

Dio la vuelta y procedió a seguir atendiendo al resto de sus compañeros de barra. Dio un sorbo a su bebida. El matarratas era un producto gourmet en comparación. Continuó esperando. Hasta que al fin la vio. La persona con la que necesitaba hablar.

Los pocos que se encontraban en disposición de reconocerla la miraron con anhelo y terror a partes iguales. Pero nadie se atrevía siquiera a acercarse a la mesa más alejada del gentío, donde por la familiaridad con la que se sentó, debía ser su sitio particular. Debía esperar un poco más hasta que hiciera evidente que sabía que quería hablar con ella. Cuando por fin la miró directamente a los ojos, pudo estar segura de que sabía su identidad, que de alguna forma la había reconocido. Pudo notar con absoluta claridad como que se preguntaba el motivo de que una mujer como ella estuviera en Lost Boys. Decidió que era hora de volver a llamar al camarero.

⎯Supongo que ha llegado ese otro momento…

⎯Supone bien. Quiero que invite a otra ronda de lo que Morgana haya pedido. De mi parte. Dígale que quiero hablar con ella.

El camarero la miró con suspicacia y  tensó mandíbula y puños. Se estiró todo lo que pudo en la barra para acercarse lo máximo posible.

⎯No sé si es consciente, señora, de a quién le está solicitando una conversación. Pero si me permite un consejo, debería tener cuidado. Este sitio puede ser… peligroso.

⎯No se preocupe, sé perfectamente con quién estoy tratando. Tengo un trabajo que proponerle y sé que no lo va a rechazar.

El camarero soltó un bufido pero aceptó interceder por ella ante Morgana. Vio como tras rellenarle la copa se agachó para poder hablarle al oído. Una vez que el hombre volvió a sus quehaceres, continuó esperando. Sabía que estaba siendo evaluada, pero tras haber tomado la decisión, ni se echaría atrás ni permitiría un fracaso.

Realmente no le importaba.

Había construido su paciencia con materiales imperecederos, indestructibles, a largo de toda una vida como niñera e institutriz. Al fin, llegó la tan esperada señal. Pudo distinguir a Morgana dejar de acariciar el filo de su vaso con los dedos para con un sutil gesto, reclamar su presencia. Tomó su propio vaso y esquivando a los cuerpos que  se movían sin orden y mucho menos concierto, se encontró finalmente sentada ante ella.

⎯Bienvenida, Sra. Snippop. ¿Qué le trae por aquí?

⎯Veo que me conoce.

⎯Bueno, sus esfuerzos por encubrir sus actividades y mantener su identidad en el anonimato son, francamente, impresionantes y efectivos. Pero totalmente infértiles para gente como yo.

⎯Es usted tan buena como su reputación la presenta.

⎯No puedo permitirme ser menos que excelente, como podrá comprender.

⎯Por supuesto. Cualquier empresa que se acometa debe ser llevada a cabo con rigor y precisión.

⎯Estamos de acuerdo en ello, pero podemos dejarnos de rodeos que no estaré aquí toda la noche. Dígame: ¿qué es lo que quiere?

⎯Muy bien… como podrá suponer quiero contratar sus servicios. Pero tengo una petición especial que hacerle. Verá, tengo entendido que es usted letal con todo tipo de armas y los resultados siempre le son favorables. Pero lo que me interesa son sus conocimientos en química.

⎯Veo que no soy la única que ha hecho los deberes. No mucha gente conoce ese detalle sobre mi persona. La felicito.

⎯Como hablábamos antes, en nuestras profesiones solo podemos ser excelentes.

⎯Pero debe saber que no me dedico al narcotráfico, precisamente.

⎯Por supuesto. Pero requiero de los servicios de alguien que entienda de esas cuestiones para lo que planeo hacer⎯ tomó su bolso para sacar una fotografía de su interior y colocarla sobre la mesa.⎯  Verá, quiero a estas personas muertas, con un compuesto que he diseñado especialmente para ello.

⎯Es decir, que quiere que los envenene…

⎯ No exactamente. Lo que quiero es que me ayude a llegar hasta ellas. Lamentablemente no tengo las capacidades suficientes como para entrar y salir de la mansión en la que viven. Ahí todos me conocen.

⎯¿No ha probado a cambiar de aspecto? Una cirugía, ¿tal vez?

⎯Oh sí, por supuesto. Pero me niego a renunciar a quién soy. Además, quiero que mi rostro, tal como es, sea lo último que vean. Ponga usted el precio. Recibirá la mitad del dinero antes, y la otra mitad después. ¿Le interesa?

⎯Hablemos de los detalles…

 

El trabajo de hoy estaba terminado.

Las pastillas sintetizadas y separadas en bolsas, preparadas para la distribución. Tocaba un merecido descanso. Subió a su habitación. Tras asearse y ponerse un confortable pijama para dormir se sentó en una butaca frente al fuego. En una mesita auxiliar había una caja de madera simple, meramente barnizada y sin adornos. Hacía tiempo que no revisaba su contenido; pero hoy era un día tan malo como cualquier otro para destapar su particular caja de pandora. Así que lo hizo.

Al levantar la tapa, la luz crepitante de las llamas desveló unas cuantas fotografías, varias postales, un lazo para recoger el cabello y una pajarita. Las imágenes mostraban a los mismos adolescentes en diferentes momentos: en la playa, una excursión al campo, el primer día de colegio… y al lado de ellos, la sustituta que había ocupado su lugar cuando los señores Banks prescindieron de sus servicios. Había tenido una vida laboral nómada, nunca se quedaba mucho tiempo en el trabajo. Cuando cumplía con los objetivos que le marcaban, partía hacia nuevos retos. Pero con Jane y Michael pensó que serían los definitivos, que podría permanecer a su lado hasta que se hicieran adultos. Todavía incluso, si se desposaban relativamente pronto, podía cuidar de los hijos que tuvieran.

Durante mucho tiempo se culpó a sí misma del rechazo de sus niños, tras haber dado todo lo que estaba a su alcance;  pero no, ella no había obrado mal. Eran ellos los que la habían traicionado.

De la caja sacó el último elemento que quedaba. Se trataba de una pastilla, apenas más grande que una aspirina, totalmente transparente. Parecía almíbar solidificado. Al cerrar los ojos podía evocar perfectamente la última vez que los vio. Sus caras de terror que se cubrían de lágrimas de desesperación y le pedían que, por favor, no les hiciera daño. Y mientras, con la ayuda de Morgana, les obligaba a tragar esa misma pastilla les cantaba…

 

Unas pocas semanas después de su encuentro, seguía sin tener noticias. No estaba especialmente preocupada por ello, pero esa pérdida de control y de dependencia a los actos de otros seguía provocándole desazón. La ocasión se presentó, como siempre, en el momento adecuado. Morgana, a través del camarero del Lost Boys, un tal Arthur, le hizo saber que debía esperar por la entrada del servicio de la mansión Banks, a la media noche. Y que aguardara hasta que fuera a buscarla. Recordaba que la noche era bastante fría, pero inusitadamente despejada. Había decidido vestirse como una vagabunda, pensaba que a sí pasaría desapercibida. Estaba nerviosa, como si estuviera a punto de salir al escenario e interpretar la obra de su vida. Como si fuera a afrontar una prueba que definiría su futuro. Una excitación que ronroneaba en la boca de su estómago.

La puerta finalmente se abrió y pudo ver a Morgana vestida con una especie de mono negro, que solo dejaba ver sus ojos de Medusa. Se llevó un dedo a los labios para que guardara silencio al acompañarla al interior. Se sentía extraña, al entrar por esa puerta. Muy pocas veces había pasado por ahí, siempre utilizaba la puerta principal, como le correspondía.  Apenas se distinguían muebles y decoración al ser noche cerrada, pero se conocía la mansión al dedillo. Y su compañera parecía tener la capacidad de adaptarse a cualquier espacio como si lo hubiera transitado toda su vida.

Pasaron por delante de las habitaciones de los niños y llegaron a la de los señores Banks. La casa parecía desierta, se preguntaba si Morgana habría asesinado a todos los que ahí habitaban. No formaba parte del acuerdo y le parecía llamar en exceso la atención pero… no era su problema; al fin y al cabo ya la había colado dentro sin sobresaltos ni trucos de espías.

-¿Dónde están los señores Banks y el servicio?-susurró a Sra. Snippop

-Los señores Banks se encuentran en una fiesta al otro lado de la ciudad, no volverán hasta muy avanzada la madrugada. El servicio… bueno, digamos que están durmiendo apaciblemente.

-¿Los has matado a todos?

-Claro que no, sería demasiado llamativo perpetrar un genocidio a pequeña escala. Además, no me has pagado por ello.

-¿Entonces? ¿Qué has hecho?

-Ah, ah… recuerda que nunca hay que revelar los trucos. Ahora, te toca a ti.

Abrió la puerta y la sostuvo para que pudiera entrar dentro. Nada más echar un vistazo, pudo ver a Jane y Michael atados y amordazados a las butacas auxiliares que había en un rincón. Cuando se acercó a ellos y la reconocieron, parecieron alegrarse de verla. Suponía que se debía a la absurda creencia de que iba a salvarlos. Qué idiotas…

Con cuidado les quitó la mordaza de la boca. Inmediatamente empezaron a pedirle que les desatara, que los salvara. Que aquella señora del mono negro los había atado. En su interior no pudo sentir otra cosa que rabia ante tanta hipocresía. Solo la querían por el interés.

Pero ese tipo de proceder iba a acabar hoy.

-Abrid la boca.

Jane y Michael la miraron como si hubiera hablado en un idioma extraño, ajeno. Hasta que comprendieron lo que pretendía hacer. Empezaron a intentar soltarse de su amarre y a suplicar que no los matara, pidiendo clemencia; pero Morgana los había inmovilizado perfectamente. Le pidió ayuda para poder introducirles las pastillas y obligarlos a tragarla. El efecto fue inmediato. Las convulsiones que les agitaron por unos minutos cesaron casi como si alguien los hubiera paralizado.

Lo único que se podía escuchar en la sala era así misma cantando…

Con un poco de azúcar esa píldora que os dan,

la píldora que os dan pasará mejor.

Si hay un poco de azúcar esa píldora que os dan,

satisfechos tomaréis…

La tristeza había desaparecido. Se había dormido para siempre con ellos. Pero seguía teniendo alguna que otra pastilla en su sótano, fuera de las drogas habituales que sustentaban su negocio; a esas podría darles el mismo uso que con ellos. Guardó todo de nuevo en la caja y se dispuso finalmente a dormir. Su último pensamiento antes de abandonarse al sueño fue que, sin duda, matar era como saborear un caramelo muy dulce.

No moriremos de frío esta noche

Fue lo último que me dijo antes de caer dormido. Yo le creí. Siempre había ido con la verdad por delante; más bien, por todos lados. Hubert ha sido la persona más honesta que he conocido. Un ‘no filter’ personificado.

Así que… a pesar de los temblores que me sacudían entera, el color morado que veía aparecer en mis dedos y el ardor en mi piel lo creí; creí que no íbamos a morir de frío esa noche.

Me abrazó lo más fuerte que pudo y estuvimos así, apretados el uno al otro hasta que a la madrugada, por milagrosa suerte, el equipo de rescate, que habían enviado en nuestra busca, encontró la vieja y destartalada cabaña en la que nos habíamos resguardado de aquel espantoso temporal.

Las horas que duró el viaje al hospital y las pruebas que allí me hicieron, hasta que pude recuperar la conciencia por completo y ubicarme en el entorno, las recuerdo con la misma nitidez con la que se ve el camino cuando el viento y la nieve te salen al paso.

Cada invierno después de aquello, incluso cuando han pasado muchos años ya, me sigo poniendo muy nerviosa. Compro víveres que me duran hasta casi, casi, el verano y, al menos, un millón de velas. Por si la electricidad y el gas fallan. Contrato una empresa que quita la nieve que se acumula alrededor de mi casa casi a diario. Ahorro durante todo el año, así que no temo quedarme en bancarrota ante tanto gasto.

Empiezo a temblar el último día del verano. Y eso que no empieza a hacer frío hasta bien avanzado el otoño. Pero no puedo dejar de temblar en la calle, en casa, en todos lados. Me miro al espejo y es como verme en esos días atrapada en la cabaña: el temblor incontrolable, los dedos morados, la piel mordida por el frío. Y lo recuerdo a él, con su voz profunda que me hacía pensar en mi café favorito de mi ciudad. Lo recuerdo.

Lo recuerdo muerto de frío.

Piscina infinito

Dicen que comparar es inevitable, que siempre

comparamos y somos comparados.

Comparaciones entre cosas, entre personas…

 

Yo no te comparo…

con nadie

con nada.

 

Al final, bueno, en ningún momento en realidad,

Te conté que, no es que buscara nuestro encuentro

directamente, pero coloqué todas las casualidades

como piezas en un tablero de ajedrez.

Para encontrarnos.

Y jaque mate.

 

Pero no pasa nada, se lo cuento ahora a la gente

que me está leyendo. Nunca te comparé

con nada

ni nadie

porque no tenía

con quién

o qué

comparar.

 

Ahí fuiste totalmente nueva.

Por supuesto, incomparable.

Por supuesto, ahora no puedo parar de compararlo todo:

el café que bebo, el tiempo que paso en la ducha, las

conversaciones que tengo, los postres que te solía

preparar.

Y etc.

 

No creo que todo fuera mejor contigo, pero sin

duda es peor sin ti.

Y es ridículo y cierto.

Dije antes que (no para ti, tú no me lees) ahora no

puedo dejar de comparar cosas y personas.

Yo no escapo a mis comparaciones.

No me comparo con quien esté a tu lado ahora.

No me comparo

con nadie

con algo

 

Si pienso en mí, ahora que no estás, me siento como

si me hubiera transformado en una piscina infinito.

De estas que parece que el agua se precipita

al vacío del cielo.

Soy líquida y poderosa

pero inconsistente y escurridiza.

 

Me comparo con una piscina infinito porque

no puedo compararme

con nadie

ni otra cosa

 

Mi cuerpo es el hueco de la piscina y tu recuerdo

el agua que siempre vuelve a llenarme.

No te puedo comparar

con nadie

con nada

 

Y ojalá se pudieran invertir los papeles

y ahogarme y romper el mecanismo que

mantiene todo funcionando.

Y poder, por fin,

dejar de comparar

La espera

Elástica, insoportable e inevitable.

La espera es prima del anhelo. Y tiene una relación tóxica e irrompible con el deseo. Se espera por citas médicas, para pagar impuestos, para resolver asuntos de papeles. Se espera un ascenso, un WhatsApp, al amor de una vida, las vacaciones y las fiestas. En muchos casos también se espera la muerte.

Yo solo espero la lluvia.

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Una cuestión de vestuario

Era bastante pequeña aún cuando mi familia y yo nos mudamos a la casa donde sigo viviendo a día de hoy. Siempre pensé que, cuando mis padres fallecieran o se fueran a disfrutar de su jubilación a un lugar más cálido, le vendería mi parte a mi hermana para que la disfrutase. Yo me imaginaba viviendo en el extranjero o en un piso en el centro.

Pero nada de eso sucedió al final.

Bueno, mis padres sí que viven ahora en la costa, entre paseos y aperitivos. Y les va muy bien, se les ve contentos aunque estén lejos de sus nietos. Mi hermana es la que vive con su marido y mi sobrino en el extranjero. Y al final yo, que nunca estuve especialmente apegada a la casa,, soy la que vivo aquí, con mi hija.

Recuerdo que los primeros años tras mudarnos, antes de que edificaran al rededor de mi manzana, el viento golpeaba huracanadamente nuestro hogar, sin piedad, casi todos los días del año. Al principio, mis padres, mi hermana y yo temimos volvernos locos. Yo tuve esa certeza por mucho tiempo… sobre todo cuando él me empezó a visitar por las noches.

No puedo recordar el momento exacto en que me percaté de su presencia… tampoco cuánto tiempo estuvo mirándome por las noches mientras dormía. Solo tengo grabado el momento en que un ruido muy fuerte contra la claraboya hizo que abriera los ojos. Y ahí estaba ella.

Era toda una figura negra, que casi rozaba el marco de la puerta de mi habitación. Muda. Nunca cruzó palabra conmigo durante todas las noches que estuvo ahí. De la misma forma, jamás vi sus ojos, aunque sabía que me miraba fijamente durante horas.

No fui capaz de llamar a mis padres, de pedir ayuda ni una sola vez. Sentía que las palabras se quedaban bloqueadas en mi garganta. Dejé de intentarlo. Me quedaba apenas respirando, agarrando las sábanas de la cama como mi última defensa, inútil. Solo recuerdo el terror que a día de hoy sigue alojado en algún lugar de mi cerebro. Aunque no salga a pasear a menudo.

Un día dejó de aparecer. Sin más.

Después de todos esos años mirándome, inmóvil, esa sombra muda simplemente desapareció. Y casi me había olvidado de ella hasta esta noche que, tras arropar y besar a mi hija, me dijo:

-Por cierto, mami. El señor del sombrero y la gabardina te manda recuerdos.

Pasajeros al tren

Pasajeros con destino a…

… suban al tren…

… su vagón es el siguiente…

… llegaremos a la hora programada…

El viaje había transcurrido en lo que para él fue un abrir y cerrar de ojos. Un abrir y cerrar de ojos que duró muchas horas. Pero habiendo sedantes, podría recorrer el mundo a cámara lenta.

Bajó con pasos torpes y en algún momento, sin saber muy bien cómo, entró en un taxi, dio la dirección correcta y se encontró entrando a la habitación de su hotel. La droga persistía en su organismo. Pero eso estaba bien.

Dejó la maleta al lado de la puerta. Tambaleante, sin desvestirse, se dejó caer de espaldas sobre la mullida cama. Tras dar una profunda bocanada supo que había llegado a su destino. Y eso estaba aún mejor.

Estate quieto o te mato…

… no te muevas, no quiero hacerte daño…

… te dije que no lo hicieras…

… no me has dado otra opción…

Llevaba la misma ropa que aquel entonces y estaba en el mismo lugar. De su bolsillo sacó la cabina de aquel tren de juguete, su favorito hacía mucho tiempo ya. Había partido y llegado a la estación. Había completado el circuito.

No volvió a abrir los ojos.