Música para personas concretas

Mucha gente advierte sobre lo nefasto que resulta ligar tus canciones favoritas a personas concretas; y esto se debe a que puedes llegar a cogerles manía, odio, repulsión o, simplemente, deshacerte en lágrimas ante el recuerdo por las personas perdidas. La música nunca debería tornarse en castigo por las personas concretas. O por lo que es lo mismo: por los amores rotos.

Recuerdo que la primera vez que te invité a mi piso, te asombró la cantidad de vinilos que tenía repartidos por todo el lugar. “Trabajé mucho tiempo en una tienda de música, hasta que su dueño se endeudó y acabamos cerrando”, te dije. Tus ojos brillaban un poco tristes por mí, porque perder el trabajo de tus sueños se parece, precisamente, a perder la propia capacidad de soñar. Me pareciste tan deliciosa como adorable; con tus gafas y tu cabello rizado desordenado. Me enamoraste con todas las conversaciones que mantuvimos con The National sonando de fondo. Los debates acalorados tratando de convencerme de que Morrisey podía llegar a gustarme. Los silencios reflexivos templados por Joy Division. Todas las veces que llegamos al orgasmo con Cigarretes After Sex entre los dedos.

Me dijiste que podrías pasarte la vida hablando de música y de libros conmigo, con café por las mañanas y vino por las noches. Nunca te dediqué canciones concretas mientras fuiste mi amor concreto; pero el resultado fue el mismo. Una noche, mis vinilos acabaron como yo.

Rotos.

Una cuestión de vestuario

Era bastante pequeña aún cuando mi familia y yo nos mudamos a la casa donde sigo viviendo a día de hoy. Siempre pensé que, cuando mis padres fallecieran o se fueran a disfrutar de su jubilación a un lugar más cálido, le vendería mi parte a mi hermana para que la disfrutase. Yo me imaginaba viviendo en el extranjero o en un piso en el centro.

Pero nada de eso sucedió al final.

Bueno, mis padres sí que viven ahora en la costa, entre paseos y aperitivos. Y les va muy bien, se les ve contentos aunque estén lejos de sus nietos. Mi hermana es la que vive con su marido y mi sobrino en el extranjero. Y al final yo, que nunca estuve especialmente apegada a la casa,, soy la que vivo aquí, con mi hija.

Recuerdo que los primeros años tras mudarnos, antes de que edificaran al rededor de mi manzana, el viento golpeaba huracanadamente nuestro hogar, sin piedad, casi todos los días del año. Al principio, mis padres, mi hermana y yo temimos volvernos locos. Yo tuve esa certeza por mucho tiempo… sobre todo cuando él me empezó a visitar por las noches.

No puedo recordar el momento exacto en que me percaté de su presencia… tampoco cuánto tiempo estuvo mirándome por las noches mientras dormía. Solo tengo grabado el momento en que un ruido muy fuerte contra la claraboya hizo que abriera los ojos. Y ahí estaba ella.

Era toda una figura negra, que casi rozaba el marco de la puerta de mi habitación. Muda. Nunca cruzó palabra conmigo durante todas las noches que estuvo ahí. De la misma forma, jamás vi sus ojos, aunque sabía que me miraba fijamente durante horas.

No fui capaz de llamar a mis padres, de pedir ayuda ni una sola vez. Sentía que las palabras se quedaban bloqueadas en mi garganta. Dejé de intentarlo. Me quedaba apenas respirando, agarrando las sábanas de la cama como mi última defensa, inútil. Solo recuerdo el terror que a día de hoy sigue alojado en algún lugar de mi cerebro. Aunque no salga a pasear a menudo.

Un día dejó de aparecer. Sin más.

Después de todos esos años mirándome, inmóvil, esa sombra muda simplemente desapareció. Y casi me había olvidado de ella hasta esta noche que, tras arropar y besar a mi hija, me dijo:

-Por cierto, mami. El señor del sombrero y la gabardina te manda recuerdos.

El asesino del calendario chino II

Un total de 182 pasos. A un paso por segundo, 182 segundos para matarlo desde que dejara la calle concurrida. Una esquina que desembocaba en un estrecho pasaje antes de que llegara a su casa, al final del mismo. Un callejón con una única salida, situada a la mitad de los pasos. Era un perfeccionista. Nunca mataba sin ensayo previo. Para él era una obra de arte, un espectáculo íntimo que debía ocurrir sin fallos, sin faltar al guión. Él era su público más exigente. Había contado los pasos varias veces durante días, a la misma hora. Hasta que los pasos por segundo tuvieran el ritmo y la precisión de una marcha militar. Estaba listo.

3 de junio de 2017. Se alejó del calendario y se acercó a la mesa. Se detuvo en frente del mantel negro donde había limpiado su preciada colección de armas blancas. Por supuesto, había formas de matar mucho más modernas, con tecnología puntera para cometer crímenes sin dejar rastro. Sin posibilidad de demostrar la autoría. Sin penitencia. Él lo sabía. Pero era clásico, tenía su método y no precisaba de nada más. Él no cometía fallos. Era una máquina de matar de afilado proceder. Acarició suavemente los mangos de sus cuchillos y dagas. Tocarlos le hacía sentir mejor, le hacía sentirse conectado a ellos. Cuando los sostenía, eran la parte última de su ser. Su mirada viajó hacia su viejo kunai. Hacía años que no lo utilizaba. No desde que había tenido que marcharse de Japón. Ese sería su instrumento. Del armario cercano tomó una gabardina oscura y escondió el kunai en bolsillo. Salió de su guarida.

Estaba apostado en la calle de enfrente. Para ver a su encargo con la antelación suficiente. Apareció, al fin. Sin retrasos. Eso le complacía. Odiaba improvisar y prefería que sus víctimas se ajustaran a su guión tanto como él mismo. Metió la mano en su abrigo y tomó el kunai firmemente.

182 pasos.

182 segundos.

La función dio inicio. Comenzó la marcha y acompasó el ritmo al de su encargo. Llevaba la cuenta de segundos y pasos en su cabeza. Iba perfectamente. Su víctima, distraída con el móvil, no se había percatado de la sombra corpórea que lo seguía. Mucho mejor.

Doblaron la esquina, los pasos se acababan. Sacó el kunai del bolsillo. La pintura roja redecoró el pasaje. Tomó la salida a su derecha y guardó su arma. A su espalda, podía escuchar a su última víctima jadear mientras se desangraba.

No más pasos. No más segundos. Otra marca para el calendario.

El asesino del calendario chino

Había un calendario colgado en la pared, propio de los restaurantes chinos que los ofrecen a los clientes a modo de cortesía por el nuevo año. La escena mostraba a una mujer joven con alguna suerte de instrumento tradicional de ese país, al igual que su vestimenta. En la parte baja, estaban ubicados los meses. Si te acercas mucho, puedes notar su aroma a guardado y una serie de puntos colocados sobre los días, sin orden lógico.

Se abre la puerta y entra un hombre de edad incierta, pues su cuerpo es ágil pero sus ojos mostraban una historia tan antigua como el origen del tiempo. Dejó una bolsa de viaje, oscura, anodina pero práctica, encima de una mesa larga de madera situada en el centro de la habitación. Parecía haber servido al oficio de carpintero tiempo atrás, con mucho espacio para apoyar listones, lijarlos y cortarlos. Como todas las veces, sacó una especie de mantel negro de un armario cercano y lo extendió sobre ella. Con mimo, comenzó a abrir los distintos bolsillos y extrajo toda una serie de armas blancas y de fuego. Prestando atención a cada detalle, limpió cada una de ellas y las colocó en perfecta simetría sobre el mantel.

Una vez finalizado su ritual, caminó hasta el baño anejo a esa habitación y se aseó. Ahora todo estaba limpio y pulcro. Se acercó nuevamente al calendario y comprobó la siguiente fecha señalada: 3 de junio de 2017. Ahora todo estaba preparado para el siguiente encargo. Se asomó al exterior. La niebla espesa, el aire húmedo y el ambiente acuoso. Esa noche debería cometer un crimen.