El asesino del calendario chino II

Un total de 182 pasos. A un paso por segundo, 182 segundos para matarlo desde que dejara la calle concurrida. Una esquina que desembocaba en un estrecho pasaje antes de que llegara a su casa, al final del mismo. Un callejón con una única salida, situada a la mitad de los pasos. Era un perfeccionista. Nunca mataba sin ensayo previo. Para él era una obra de arte, un espectáculo íntimo que debía ocurrir sin fallos, sin faltar al guión. Él era su público más exigente. Había contado los pasos varias veces durante días, a la misma hora. Hasta que los pasos por segundo tuvieran el ritmo y la precisión de una marcha militar. Estaba listo.

3 de junio de 2017. Se alejó del calendario y se acercó a la mesa. Se detuvo en frente del mantel negro donde había limpiado su preciada colección de armas blancas. Por supuesto, había formas de matar mucho más modernas, con tecnología puntera para cometer crímenes sin dejar rastro. Sin posibilidad de demostrar la autoría. Sin penitencia. Él lo sabía. Pero era clásico, tenía su método y no precisaba de nada más. Él no cometía fallos. Era una máquina de matar de afilado proceder. Acarició suavemente los mangos de sus cuchillos y dagas. Tocarlos le hacía sentir mejor, le hacía sentirse conectado a ellos. Cuando los sostenía, eran la parte última de su ser. Su mirada viajó hacia su viejo kunai. Hacía años que no lo utilizaba. No desde que había tenido que marcharse de Japón. Ese sería su instrumento. Del armario cercano tomó una gabardina oscura y escondió el kunai en bolsillo. Salió de su guarida.

Estaba apostado en la calle de enfrente. Para ver a su encargo con la antelación suficiente. Apareció, al fin. Sin retrasos. Eso le complacía. Odiaba improvisar y prefería que sus víctimas se ajustaran a su guión tanto como él mismo. Metió la mano en su abrigo y tomó el kunai firmemente.

182 pasos.

182 segundos.

La función dio inicio. Comenzó la marcha y acompasó el ritmo al de su encargo. Llevaba la cuenta de segundos y pasos en su cabeza. Iba perfectamente. Su víctima, distraída con el móvil, no se había percatado de la sombra corpórea que lo seguía. Mucho mejor.

Doblaron la esquina, los pasos se acababan. Sacó el kunai del bolsillo. La pintura roja redecoró el pasaje. Tomó la salida a su derecha y guardó su arma. A su espalda, podía escuchar a su última víctima jadear mientras se desangraba.

No más pasos. No más segundos. Otra marca para el calendario.