Las vibraciones del universo están en consonancia con un todo. Algo así fue lo que escuché al pasar delante de la mesa de un café, donde un grupo de señores mayores filosofaban ante copas de vermut. Yo de ciencia sé, más bien, lo justo. Pero puede que debido a eso, tú y yo tenemos la misma canción en la cabeza.

El único motivo por el que esa vieja gasolinera sobrevivía a las crisis económicas y al paso del tiempo era su inmejorable ubicación. Y que el combustible es tan necesario como el oxígeno, aunque su precio no pare de subir cada año. Bueno, esos son dos motivos. Los habitantes de mi pueblo y los camioneros que transportaban mercancías tenían que repostar en ella sí o sí. La siguiente estaba a muchos kilómetros de distancia. En otro mundo, por lo menos. Eso era lo que solían decir los viajeros en la pequeña cafetería anexa. En realidad,  aunque haya una cafetera industrial que fue lo máximo en los años 60, nunca antes se había usado, que yo supiera. Bourbon y cerveza sí, por supuesto, en abundancia, en cantidades industriales; aunque terminaran por ser insuficientes. Mejor digamos que se trata de un bar. Sí, es más acorde.

De mi pueblo no hay nada interesante que contar. No existen lugares bonitos y la gente es tan genuinamente común que no esconde secretos o comete asesinatos. Puede que por eso pase todo mi tiempo viendo a la gente repostar, comer y beber, repostar, comer y beber, repostar, comer y beber en la gasolinera. Era lo único novedoso. Lo único que especiaba mi rutina y paliaba el aburrimiento que tenía adherido en la espalda. Quizás algún día renovara el cartel donde se pone el precio oscilante. Los números estaban desvaídos y las letras deslucidas. No se me daban especialmente bien los trabajos manuales, pero peor no podría dejarlos.

El día que todo cambió fue un día que llegó con el cargamento de uno de los camiones. Era tan nuevo que la arena del desierto aún no había opacado su brillo. No tenía nada que ver con los viejos trastos ruidosos y malolientes que solía ver. Esa gran masa de metal me emocionó tanto que no pude evitar soltar algunas lágrimas. No sé cuánto tiempo estuve contemplándolo hasta que reuní el valor necesario para acercarme. Apoyé mis manos y pude sentirlo caliente aún. A mi lado, apareció el conductor.

– ¿Te llevo a algún sitio?

Mi respuesta fue afirmativa. No tenía otra cosa que hacer. Mañana cerrarían la gasolinera.

Los espacios blancos y diáfanos, asépticos y fríos. Me gusta pasear por ellos porque no tienen recuerdos o historias en sus impersonales esquinas. Aunque mis pasos hacen eco sordo mientras deambulo por los pasillos, el caos de mi cabeza se ve silenciado por las luces del techo, por las paredes sin color. No me escucho nada, ni un ruido. La música, por fin, empezó a sonar.