Uf, quedaba el trabajo más pesado. Tardaría una pequeña eternidad en finalizarlo, como poco. Sin duda, lo mejor de leer el libros es precisamente eso. Leerlos. Deprisa o con calma, en el tranvía, en la guagua, esperando en el médico o echado cómodamente en alguna superficie del hogar. Todo comienza con un ritual, un procedimiento, una manera de vivir. Ese cosquilleo en la boca del estómago al entrar a una librería. La expectación, la curiosidad, la exploración. Ese reconfortante placer de deambular por los pasillos. La veneración a los clásicos, aunque no hayas leído apenas ninguno, sabes que tienes que profesar cierta adoración. Si no, no puedes llamarte lector.Y esto es una norma universal no escrita ni expresada en alta voz. Pero yo lo sé. Tú también. Ni que decir que todos esos llamativos bestsellers y libros de autoayuda. Los títulos ingeniosos que te sacan una sonrisa. Los infumables.Pero, sinceramente, ordenar los libros en las estanterías de mi casa es una tortura. La de cosas que hacemos por amor…

El otro día descubrí el arte del kintsugi japonés. Los nipones, en lugar de desechar los objetos rotos, los reparan con pan de oro. Qué bella manera de embellecer las cicatrices. No soy tan exigente, no me hace falta el oro. Solo que me ayudes a restaurar las teselas de mis sueños rotos. Con pegamento, con cinta americana, con cemento. Contigo.