Un caramelo muy dulce

En su biblioteca del palacete urbano donde había terminado por residir, después de todo, se encontraba recostada, tensa, en el diván. Toda luz apagada, cenizas muertas en la chimenea y claridad proveniente de la calle. La rodeaba un silencio aderezado de cacofonías propias de un caserón antiguo. Y no lo soportaba. No se trataba del ruido, ni mucho menos. Eso siempre era de agradecer: el espejismo de que alguien o algo más compartían espacio con ella. No podía soportar vivir en un espacio tan amplio. Porque al final, estaba sola. Un pequeño armario se le antojaba una morada perfecta; o un zulo o una caja de zapatos. Se levantó con ímpetu y hastío en la cadencia de sus pasos.

Ya no quería estar sentada.

Salió de la habitación y avanzó hacia el sótano. A mitad de camino, un reflejo en el cursísimo espejo, con filigranas y repujados, la detuvo con contundencia sutil. Más arrugas, más edad. Su rostro antaño dulce, de mirada hogareña había dado paso a unas facciones duras, cinceladas con pedernal de dolor y mazo de pérdida; duras y expresión agriamente severa. No, no era la misma. Tampoco pretendía volver a serlo.

No después de todo lo que sucedió.

Así que, dado que no podía hacer otra cosa y el sueño acudía a ella de forma caprichosa, trabajaría unas horas más. Su cansancio no se debía a las largas jornadas que pasaba en el sótano; se debía a la difícil labor de vivir. Más bien, de seguir viviendo cuando ya no tienes nada querer.

Al llegar a la puerta, se detuvo muy cerca y respiro hondo. Del interior de su vestido, colgada del cuello, sacó la llave. Tomó la cadena que la pendía y la pasó por encima de su cabeza. Entonces abrió y volvió a ponerla en su lugar, cerca de su cuerpo, donde difícilmente podrían robársela sin ir de frente con sus intenciones. También era un viejo hábito, que hablaba del celo y el mimo con que realizaba su trabajo. Meticulosa, ordenada, precisa. Una trabajadora de proceder impecable. Eso, nunca cambiaría.

Encendió las luces de la estancia y un modernísimo laboratorio fue revelado. Contrastaba asépticamente con el resto del caserón, edificado hacía un par de siglos y aún con decoración rancia y sobrecargada, propia de décadas atrás. Del armario cercano a la puerta, tomó su bata blanca, unas gafas protectoras transparentes y un par de guantes nuevos.

Preparada para elaborar una nueva remesa de pastillas.

Un nuevo día. Hoy probaría suerte en aquel nuevo antro, cuando llegara la hora adecuada. Durante la noche. El negocio iba bien, mejor de lo que había previsto, y tenía sus centros de distribución bien atados pero… había que buscar una salida para el exceso de producción de su nueva droga debido a sus múltiples noches de insomnio. Pero eso era un cuestión para solucionar otra noche.

 

Lost Boys. Era el nombre que titilaba encima de una puerta llena de carteles desvaídos. La fachada del edificio sin duda conoció días mejores. Por fuera, había en su mayoría jovenzuelos bebiendo de litronas de cerveza, fumando algo más que tabaco. En la parte con menos iluminación, otros tantos magreándose sin pudor. Trató de controlar su expresión; que le resultara indecoroso todo este comportamiento, no era motivo para buscar problemas en un terreno en el que no tenía ventajas y mucho menos, capacidad física para enfrentar a esos chicos drogados y borrachos. Nunca se puede saber el grado de violencia que pueden mostrar en ese estado alterado de conciencia.

Entró sin más preámbulos al bar.

Se sentó en el lugar más oscuro de la barra. Pese a que su identidad no era exactamente un secreto, su actividad sí; era cierto que prefería mantener un perfil bajo y que no la ubicaran en determinados lugares. No sería bueno para el negocio volver a aparecer en los periódicos, una vez que se había teñido el pelo, cambiado la forma de recogerlo y actualizado un poco su vestuario para cambiar su imagen.

Esperó a que el camarero le atendiese mientras se dedicaba a observar a los clientes del bar. Sí, la mayoría de ellos no llegarían a los 20 años. Cualquiera de ellos podrían ser sus niños. Cualquiera de los cuerpos que se movían poseídos por la música, liberados de sus ataduras, suspendidos de toda responsabilidad al menos hasta que despierten de la resaca, si es que despiertan…  

⎯¿Qué le pongo?⎯ dijo el camarero con rudeza, como si su mera presencia en el bar fuera una ofensa imperdonable. La de ella. Francamente lo encontraba ridículo pero debía conseguir cerrar un trato hoy; y un encuentro desafortunado con el dueño del local no resultaría contraproducente para sus fines.

⎯Whisky… en las rocas. De momento.

El camarero la miró de arriba abajo, claramente sospechaba de ella. Se giró para tomar un vaso de una torre del mostrador cercano. De debajo de la barra tomó una botella y sirvió su trago.

⎯Cuando sea ‘otro momento’, avíseme.

Dio la vuelta y procedió a seguir atendiendo al resto de sus compañeros de barra. Dio un sorbo a su bebida. El matarratas era un producto gourmet en comparación. Continuó esperando. Hasta que al fin la vio. La persona con la que necesitaba hablar.

Los pocos que se encontraban en disposición de reconocerla la miraron con anhelo y terror a partes iguales. Pero nadie se atrevía siquiera a acercarse a la mesa más alejada del gentío, donde por la familiaridad con la que se sentó, debía ser su sitio particular. Debía esperar un poco más hasta que hiciera evidente que sabía que quería hablar con ella. Cuando por fin la miró directamente a los ojos, pudo estar segura de que sabía su identidad, que de alguna forma la había reconocido. Pudo notar con absoluta claridad como que se preguntaba el motivo de que una mujer como ella estuviera en Lost Boys. Decidió que era hora de volver a llamar al camarero.

⎯Supongo que ha llegado ese otro momento…

⎯Supone bien. Quiero que invite a otra ronda de lo que Morgana haya pedido. De mi parte. Dígale que quiero hablar con ella.

El camarero la miró con suspicacia y  tensó mandíbula y puños. Se estiró todo lo que pudo en la barra para acercarse lo máximo posible.

⎯No sé si es consciente, señora, de a quién le está solicitando una conversación. Pero si me permite un consejo, debería tener cuidado. Este sitio puede ser… peligroso.

⎯No se preocupe, sé perfectamente con quién estoy tratando. Tengo un trabajo que proponerle y sé que no lo va a rechazar.

El camarero soltó un bufido pero aceptó interceder por ella ante Morgana. Vio como tras rellenarle la copa se agachó para poder hablarle al oído. Una vez que el hombre volvió a sus quehaceres, continuó esperando. Sabía que estaba siendo evaluada, pero tras haber tomado la decisión, ni se echaría atrás ni permitiría un fracaso.

Realmente no le importaba.

Había construido su paciencia con materiales imperecederos, indestructibles, a largo de toda una vida como niñera e institutriz. Al fin, llegó la tan esperada señal. Pudo distinguir a Morgana dejar de acariciar el filo de su vaso con los dedos para con un sutil gesto, reclamar su presencia. Tomó su propio vaso y esquivando a los cuerpos que  se movían sin orden y mucho menos concierto, se encontró finalmente sentada ante ella.

⎯Bienvenida, Sra. Snippop. ¿Qué le trae por aquí?

⎯Veo que me conoce.

⎯Bueno, sus esfuerzos por encubrir sus actividades y mantener su identidad en el anonimato son, francamente, impresionantes y efectivos. Pero totalmente infértiles para gente como yo.

⎯Es usted tan buena como su reputación la presenta.

⎯No puedo permitirme ser menos que excelente, como podrá comprender.

⎯Por supuesto. Cualquier empresa que se acometa debe ser llevada a cabo con rigor y precisión.

⎯Estamos de acuerdo en ello, pero podemos dejarnos de rodeos que no estaré aquí toda la noche. Dígame: ¿qué es lo que quiere?

⎯Muy bien… como podrá suponer quiero contratar sus servicios. Pero tengo una petición especial que hacerle. Verá, tengo entendido que es usted letal con todo tipo de armas y los resultados siempre le son favorables. Pero lo que me interesa son sus conocimientos en química.

⎯Veo que no soy la única que ha hecho los deberes. No mucha gente conoce ese detalle sobre mi persona. La felicito.

⎯Como hablábamos antes, en nuestras profesiones solo podemos ser excelentes.

⎯Pero debe saber que no me dedico al narcotráfico, precisamente.

⎯Por supuesto. Pero requiero de los servicios de alguien que entienda de esas cuestiones para lo que planeo hacer⎯ tomó su bolso para sacar una fotografía de su interior y colocarla sobre la mesa.⎯  Verá, quiero a estas personas muertas, con un compuesto que he diseñado especialmente para ello.

⎯Es decir, que quiere que los envenene…

⎯ No exactamente. Lo que quiero es que me ayude a llegar hasta ellas. Lamentablemente no tengo las capacidades suficientes como para entrar y salir de la mansión en la que viven. Ahí todos me conocen.

⎯¿No ha probado a cambiar de aspecto? Una cirugía, ¿tal vez?

⎯Oh sí, por supuesto. Pero me niego a renunciar a quién soy. Además, quiero que mi rostro, tal como es, sea lo último que vean. Ponga usted el precio. Recibirá la mitad del dinero antes, y la otra mitad después. ¿Le interesa?

⎯Hablemos de los detalles…

 

El trabajo de hoy estaba terminado.

Las pastillas sintetizadas y separadas en bolsas, preparadas para la distribución. Tocaba un merecido descanso. Subió a su habitación. Tras asearse y ponerse un confortable pijama para dormir se sentó en una butaca frente al fuego. En una mesita auxiliar había una caja de madera simple, meramente barnizada y sin adornos. Hacía tiempo que no revisaba su contenido; pero hoy era un día tan malo como cualquier otro para destapar su particular caja de pandora. Así que lo hizo.

Al levantar la tapa, la luz crepitante de las llamas desveló unas cuantas fotografías, varias postales, un lazo para recoger el cabello y una pajarita. Las imágenes mostraban a los mismos adolescentes en diferentes momentos: en la playa, una excursión al campo, el primer día de colegio… y al lado de ellos, la sustituta que había ocupado su lugar cuando los señores Banks prescindieron de sus servicios. Había tenido una vida laboral nómada, nunca se quedaba mucho tiempo en el trabajo. Cuando cumplía con los objetivos que le marcaban, partía hacia nuevos retos. Pero con Jane y Michael pensó que serían los definitivos, que podría permanecer a su lado hasta que se hicieran adultos. Todavía incluso, si se desposaban relativamente pronto, podía cuidar de los hijos que tuvieran.

Durante mucho tiempo se culpó a sí misma del rechazo de sus niños, tras haber dado todo lo que estaba a su alcance;  pero no, ella no había obrado mal. Eran ellos los que la habían traicionado.

De la caja sacó el último elemento que quedaba. Se trataba de una pastilla, apenas más grande que una aspirina, totalmente transparente. Parecía almíbar solidificado. Al cerrar los ojos podía evocar perfectamente la última vez que los vio. Sus caras de terror que se cubrían de lágrimas de desesperación y le pedían que, por favor, no les hiciera daño. Y mientras, con la ayuda de Morgana, les obligaba a tragar esa misma pastilla les cantaba…

 

Unas pocas semanas después de su encuentro, seguía sin tener noticias. No estaba especialmente preocupada por ello, pero esa pérdida de control y de dependencia a los actos de otros seguía provocándole desazón. La ocasión se presentó, como siempre, en el momento adecuado. Morgana, a través del camarero del Lost Boys, un tal Arthur, le hizo saber que debía esperar por la entrada del servicio de la mansión Banks, a la media noche. Y que aguardara hasta que fuera a buscarla. Recordaba que la noche era bastante fría, pero inusitadamente despejada. Había decidido vestirse como una vagabunda, pensaba que a sí pasaría desapercibida. Estaba nerviosa, como si estuviera a punto de salir al escenario e interpretar la obra de su vida. Como si fuera a afrontar una prueba que definiría su futuro. Una excitación que ronroneaba en la boca de su estómago.

La puerta finalmente se abrió y pudo ver a Morgana vestida con una especie de mono negro, que solo dejaba ver sus ojos de Medusa. Se llevó un dedo a los labios para que guardara silencio al acompañarla al interior. Se sentía extraña, al entrar por esa puerta. Muy pocas veces había pasado por ahí, siempre utilizaba la puerta principal, como le correspondía.  Apenas se distinguían muebles y decoración al ser noche cerrada, pero se conocía la mansión al dedillo. Y su compañera parecía tener la capacidad de adaptarse a cualquier espacio como si lo hubiera transitado toda su vida.

Pasaron por delante de las habitaciones de los niños y llegaron a la de los señores Banks. La casa parecía desierta, se preguntaba si Morgana habría asesinado a todos los que ahí habitaban. No formaba parte del acuerdo y le parecía llamar en exceso la atención pero… no era su problema; al fin y al cabo ya la había colado dentro sin sobresaltos ni trucos de espías.

-¿Dónde están los señores Banks y el servicio?-susurró a Sra. Snippop

-Los señores Banks se encuentran en una fiesta al otro lado de la ciudad, no volverán hasta muy avanzada la madrugada. El servicio… bueno, digamos que están durmiendo apaciblemente.

-¿Los has matado a todos?

-Claro que no, sería demasiado llamativo perpetrar un genocidio a pequeña escala. Además, no me has pagado por ello.

-¿Entonces? ¿Qué has hecho?

-Ah, ah… recuerda que nunca hay que revelar los trucos. Ahora, te toca a ti.

Abrió la puerta y la sostuvo para que pudiera entrar dentro. Nada más echar un vistazo, pudo ver a Jane y Michael atados y amordazados a las butacas auxiliares que había en un rincón. Cuando se acercó a ellos y la reconocieron, parecieron alegrarse de verla. Suponía que se debía a la absurda creencia de que iba a salvarlos. Qué idiotas…

Con cuidado les quitó la mordaza de la boca. Inmediatamente empezaron a pedirle que les desatara, que los salvara. Que aquella señora del mono negro los había atado. En su interior no pudo sentir otra cosa que rabia ante tanta hipocresía. Solo la querían por el interés.

Pero ese tipo de proceder iba a acabar hoy.

-Abrid la boca.

Jane y Michael la miraron como si hubiera hablado en un idioma extraño, ajeno. Hasta que comprendieron lo que pretendía hacer. Empezaron a intentar soltarse de su amarre y a suplicar que no los matara, pidiendo clemencia; pero Morgana los había inmovilizado perfectamente. Le pidió ayuda para poder introducirles las pastillas y obligarlos a tragarla. El efecto fue inmediato. Las convulsiones que les agitaron por unos minutos cesaron casi como si alguien los hubiera paralizado.

Lo único que se podía escuchar en la sala era así misma cantando…

Con un poco de azúcar esa píldora que os dan,

la píldora que os dan pasará mejor.

Si hay un poco de azúcar esa píldora que os dan,

satisfechos tomaréis…

La tristeza había desaparecido. Se había dormido para siempre con ellos. Pero seguía teniendo alguna que otra pastilla en su sótano, fuera de las drogas habituales que sustentaban su negocio; a esas podría darles el mismo uso que con ellos. Guardó todo de nuevo en la caja y se dispuso finalmente a dormir. Su último pensamiento antes de abandonarse al sueño fue que, sin duda, matar era como saborear un caramelo muy dulce.

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