Una cuestión de vestuario

Era bastante pequeña aún cuando mi familia y yo nos mudamos a la casa donde sigo viviendo a día de hoy. Siempre pensé que, cuando mis padres fallecieran o se fueran a disfrutar de su jubilación a un lugar más cálido, le vendería mi parte a mi hermana para que la disfrutase. Yo me imaginaba viviendo en el extranjero o en un piso en el centro.

Pero nada de eso sucedió al final.

Bueno, mis padres sí que viven ahora en la costa, entre paseos y aperitivos. Y les va muy bien, se les ve contentos aunque estén lejos de sus nietos. Mi hermana es la que vive con su marido y mi sobrino en el extranjero. Y al final yo, que nunca estuve especialmente apegada a la casa,, soy la que vivo aquí, con mi hija.

Recuerdo que los primeros años tras mudarnos, antes de que edificaran al rededor de mi manzana, el viento golpeaba huracanadamente nuestro hogar, sin piedad, casi todos los días del año. Al principio, mis padres, mi hermana y yo temimos volvernos locos. Yo tuve esa certeza por mucho tiempo… sobre todo cuando él me empezó a visitar por las noches.

No puedo recordar el momento exacto en que me percaté de su presencia… tampoco cuánto tiempo estuvo mirándome por las noches mientras dormía. Solo tengo grabado el momento en que un ruido muy fuerte contra la claraboya hizo que abriera los ojos. Y ahí estaba ella.

Era toda una figura negra, que casi rozaba el marco de la puerta de mi habitación. Muda. Nunca cruzó palabra conmigo durante todas las noches que estuvo ahí. De la misma forma, jamás vi sus ojos, aunque sabía que me miraba fijamente durante horas.

No fui capaz de llamar a mis padres, de pedir ayuda ni una sola vez. Sentía que las palabras se quedaban bloqueadas en mi garganta. Dejé de intentarlo. Me quedaba apenas respirando, agarrando las sábanas de la cama como mi última defensa, inútil. Solo recuerdo el terror que a día de hoy sigue alojado en algún lugar de mi cerebro. Aunque no salga a pasear a menudo.

Un día dejó de aparecer. Sin más.

Después de todos esos años mirándome, inmóvil, esa sombra muda simplemente desapareció. Y casi me había olvidado de ella hasta esta noche que, tras arropar y besar a mi hija, me dijo:

-Por cierto, mami. El señor del sombrero y la gabardina te manda recuerdos.

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