No moriremos de frío esta noche

Fue lo último que me dijo antes de caer dormido. Yo le creí. Siempre había ido con la verdad por delante; más bien, por todos lados. Hubert ha sido la persona más honesta que he conocido. Un ‘no filter’ personificado.

Así que… a pesar de los temblores que me sacudían entera, el color morado que veía aparecer en mis dedos y el ardor en mi piel lo creí; creí que no íbamos a morir de frío esa noche.

Me abrazó lo más fuerte que pudo y estuvimos así, apretados el uno al otro hasta que a la madrugada, por milagrosa suerte, el equipo de rescate, que habían enviado en nuestra busca, encontró la vieja y destartalada cabaña en la que nos habíamos resguardado de aquel espantoso temporal.

Las horas que duró el viaje al hospital y las pruebas que allí me hicieron, hasta que pude recuperar la conciencia por completo y ubicarme en el entorno, las recuerdo con la misma nitidez con la que se ve el camino cuando el viento y la nieve te salen al paso.

Cada invierno después de aquello, incluso cuando han pasado muchos años ya, me sigo poniendo muy nerviosa. Compro víveres que me duran hasta casi, casi, el verano y, al menos, un millón de velas. Por si la electricidad y el gas fallan. Contrato una empresa que quita la nieve que se acumula alrededor de mi casa casi a diario. Ahorro durante todo el año, así que no temo quedarme en bancarrota ante tanto gasto.

Empiezo a temblar el último día del verano. Y eso que no empieza a hacer frío hasta bien avanzado el otoño. Pero no puedo dejar de temblar en la calle, en casa, en todos lados. Me miro al espejo y es como verme en esos días atrapada en la cabaña: el temblor incontrolable, los dedos morados, la piel mordida por el frío. Y lo recuerdo a él, con su voz profunda que me hacía pensar en mi café favorito de mi ciudad. Lo recuerdo.

Lo recuerdo muerto de frío.

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